El libro de Jones (de gran éxito, encumbrado por The Guardian y The New York Times y que supuso para su autor premios como mejor libro político y como periodista del año) expone y denuncia el desmantelamiento de la base industrial, los sindicatos y otras instituciones, las comunidades locales, la cultura y los valores y hasta la imagen de la clase obrera inglesa, de manera brutal, por el thatcherismo, aceptada e incluso continuada suavemente por el nuevo laborismo. Parte esencial de ese giro político y cultural es el abandono de la perspectiva de una mejora colectiva en las condiciones de vida de la clase en beneficio de una visión individualista centrada en la oportunidad de escapar de ella. Ahí es donde entran ideas y conceptos como la distinción entre clase obrera con o sin aspiraciones, el énfasis en la movilidad social como alternativa a la división en clases, el paso del welfare al workfare, la degradación de los jóvenes de clase obrera a chavs, etc. Sobre todo, la idea de que “La nueva (Gran) Bretaña es una meritocracia” (Tony Blair en su toma de posesión, 1997) en la que cada quien es el único responsable de su suerte. Gran Bretaña fue entre la segunda mitad de los ’60 y la primera de los ‘80 el escenario más visible de las reformas “comprehensivas” (y la principal inspiración del proceso que en España desembocaría, algo descafeinado, en la LOGSE). Estas nunca afectaron al muy exclusivo sector de las public schools (las escuelas privadas, pese a su nombre), y los sucesivos gobiernos de Thatcher y Major, Blair y Brown, y ahora Cameron, han venido desmontándola con el paso de muchos centros de la autoridad local a la central, las nuevas academies (concertadas) y una política de intenso fomento de la competencia entre centros y la elección por las familias. El resultado es que el sistema educativo británico viene a estar hoy tan dividido como lo estaba antes de la comprehensivización, aunque por mecanismos más sutiles. El fracaso escolar, que allí toma la forma de calificaciones bajas o ninguna en los exámenes para el GCSE, y el rechazo de una educación con cuyo contenido no se identifican y cuya utilidad no terminan de ver, se concentran especialmente en los jóvenes de clase trabajadora.
El libro de Tomlison (que, aunque analiza también los casos de Estados Unidos, Alemania, Finlandia y Malta, se centra en el Reino Unido) pone el acento en la obsesión pública y política por la nueva economía de la información, según la cual el bienestar colectivo e individual dependería sobre todo del gasto y el éxito en educación; obsesión, que sólo en parte responde a la realidad y que estaría resultando particularmente dañina no para los alumnos de clase trabajadora y también para los de clase media. Esta presión educativa creciente se traduce en el aumento de los alumnos con bajo logro (se considera low achievers a quienes no obtienen, al menos, 5 notas A-C en los exámenes del GCSE), en gran parte concentrados en la clase obrera, las minorías y las comunidades locales empobrecidas. Pero Tomlison señala también otro fenómeno: las dificultades de un sector nada irrelevante de los alumnos de clase media y el recurso creciente a la medicalización del problema, con la busca de diagnósticos (literalmente diagnosis shopping) de TDAH, TND y otros desórdenes de conducta y dificultades de aprendizaje que otorgan tiempo extra a los alumnos y las familias y absuelven de responsabilidad a padres y profesores, dando lugar a una floreciente industria de las NEE, es decir, de las necesidades educativas especiales, en beneficio de todo un ejército de terapeutas, logopedas, orientadores, consejeros, etc., etc.
Para reflexionar, al menos.
Mariano Fernández Enguita (UCM)
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Imagen de cabecera: Cherylt23 Pixabay
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